jueves, 5 de noviembre de 2009

Por. J. Margarita Mata Villarreal

Después de un fin de semana lleno de trabajo, y digo trabajo porque efectivamente tanto mi familia como su servidora estuvimos ejerciendo el oficio que desde niña me inculcaron el “comercio”, cada año todos los integrantes de mi familia vendemos flores de cempasúchil a la entrada del panteón municipal de Huasca.
Esta vez quiero dedicar esta columna a esta festividad llena de comida, flores, y niños disfrazados, para empezar los altares llenos de las comidas favoritas de los difuntos, en los que no pueden faltar los tamales, el mole, dulce de calabaza y atole de arroz y chocolate,
Así como podemos encontrar altares llenos de comida, las tumbas de los seres queridos se ven llenas de los colores anaranjado, rojo y blanco símbolo de las diversas flores, especialmente de cempasúchil, después nube y mano de león.
Lo que más tristeza me da es que especialmente es esta fecha muchos se acuerdan de ir a hacer limpieza a las tumbas o de llevar una flor, lo que me hace pensar en una frase que mi mamá desde niña me ha dicho “cuando me quieras regalar una flor dámela en vida porque cuando me muera ya no la voy a ver y gozar” Si muchas tumbas están en el abandono 364 días del año y únicamente reciben una flor en esta temporada.
Ahora lo que más me gusta son los niños disfrazados, los que son producto de la mercadotecnia, aquellos que abandonaron la tradición de hacer su calaverita con una calabaza, los que buscan el disfraz más caro y compran su calavera de plástico.
Tal vez suene muy cursi y estancada en mi niñez, pero me gustaría ver nuevamente calabazas a las que se le sacaba el relleno, se les dibujaba un rostro y se les colocaba una vela con la que se alumbraban en la noche mientras recorrían las calles empedradas, solo imaginen un pueblo en el que había poca luz, donde los niños salían acompañados de sus mamás y lo único que los alumbraba era una vela dentro de una calabaza.
Para terminar quiero recordar a personas que han marcado mi vida, para empezar mis abuelos maternos Francisco Ciro Villarreal y Ofelia Pérez Valencia quienes victimas del cáncer nos han dejado un gran vació en el interior y a Ricardo Montaño compañero y amigo para el que he reservado estas palabras “han pasado dos años desde que perdí un compañero de escuela y un amigo, pero ganamos un ángel en el cielo”

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